domingo, 18 de mayo de 2008

Que el cielo me juzgue (y II)

O la dejaba yo a ella, que todo podía ser, que la paciencia tiene un límite, incluso la mía.
Aproveché la circunstancia para cerrar la casa. Me vendría muy bien dedicar mis energías a algo que no fuera triturarme el cerebro. Entre Charo, la interina local, y yo, dejamos la casa como los chorros. No recuerdo haberme empleado tan a fondo en las tareas del hogar como en aquella ocasión. Un par de días después, volví a la ciudad dispuesta a reintegrarme plenamente a la reconfortante rutina laboral y a impedirque Clara siguiera monopolizando mi existencia .
Ella, ajena a mis reflexiones, decidió organizar una cena de bienvenida en mi honor. Sólo las íntimas: Carmen, sin Patricia, Lucía, que había hecho muy buenas migas con la anfitriona, sin Ángela, Angus, ella y yo.
Lucía, que asistía por primera vez a lo que Clara denominaba cenas de etiqueta, quedó vivamente impresionada, no sólo por el despliegue de medios con el que Clara nos obsequió, sino el escenario, un dúplex situado en pleno centro con vistas a los cuatro puntos cardinales, de cuya decoración se había encargado una de nuestras más reconocidas estrellas del diseño.
La planta baja se distribuía en varios ambientes, separados por dos espléndidos biombos de un famoso artista local. Comedor, zona de juego, mesa de billar americano incluida, y salón, orientado hacia dos cristaleras, desde las que se disfrutaba de una magnífica perspectiva de la catedral, con su chimenea en chaflán, completaban el conjunto. Todo muy sobrio. Minimalista. La cocina, aislada y enorme parecía sacada de una película americana. En el piso superior, un pequeño despacho —ordenador, fax, biblioteca profesional, orejeros de cuero viejo—, la habitación de invitadas y, cómo no, la suite de la reina del hogar con su vestidor, su baño —jacusi y sauna, por supuesto—, cama de dos por dos y pequeña terraza-invernadero dedicada a plantas tropicales.
—Chica, Ana —me comentó Lucía en un aparte—, no tenía ni idea de que a esta niña le fueran tan bien las cosas.
—A ella y a su familia—puntualicé.
—No me extraña que Angus prefiera vivir aquí que en casa de sus padres.
—Lo que me extraña a mí —observé— es que, a los treinta y cinco y teniendo un sueldo como el suyo, no se haya independizado.
—¿Para qué? —me hizo ver Lucía— En casa de mamá siempre se está de maravilla. Ni friegas ni planchas ni te ocupas de la nevera...Y si además tienes una novia que vive en un casoplón de esta categoría, es absurdo pagar una hipotca.
—Ya —objeté, pensando en mí misma— pero, por muy bien que estés con papá y con mamá, como en casa de una, nada.
—No todo el mundo piensa igual, Ana.
Desde luego. Y más si tus planes incluyen trasladarte directamente del hogar paterno al conyugal. No comenté nada, había sacado mis propias conclusiones de las largar conversaciones que mantenía con Clara, pero no me pareció oportuno compartirlas con Lucía en aquel momento. Nos reintegramos al grupo, dispuestas a dar cuenta de los aperitivos que Carmen acababa de sacar de la cocina.
La cena fue un éxito, excepto para mí, que la pasé tratando de impedir que Angus se diera cuenta de que Clara no dejaba de meterme mano por debajo del mantel. Y para Angus, que no dejó de vigilarnos en toda la noche.
Para rematar la velada acompañamos a Carmen a cerrar el Frida, después de tomar varias copas en casa. Entre el nivel etílico, la actitud de Clara durante la cena y el tema con el que amenizamos la sobremesa, aventuras y desventuras de Güendy y su inseparable Viky, Angus dio por terminada la velada antes de tiempo con una sarta de improperios y reproches que no pienso reproducir y un intempestivo que te den, a ti y a Güendy, etcétera. Carmen, Lucía y yo nos miramos incrédulas. Clara me miró a mí y haciendo un gesto impotencia, salió detrás de ella.
—Yo os dejo, chicas —anunció inmediatamente Lucía—, le prometí a Ángela que no me excedería.
Carmen y yo, como de costumbre, volvimos a casa dando un paseo. Aprovechamos para comentar las incidencias de la noche.
—Qué carácter el de Angus, nena—dijo Carmen para iniciar tema.
Risas.
—Qué harta estoy de todo, Carmen, qué harta —clamé, elevando mis ojos al cielo.
—Déjala, tía. ¿No ves que lo de estas dos no tiene solución? Si llevan así desde que las conozco —y añadió, parándose y moviendo la cabeza al estilo de Manolo Escobar en sus mejores tiempos—, y ya ha llovido...
Más risas.
—Pero si yo la dejo —argumenté, sin poder parar de reír—. Es ella la que me llama constantemente, se presenta en mi casa, a cualquier hora del día y de la noche...
—Da igual lo que haga—me interrumpió mi amiga—, con esta chica no tienes futuro, Ana, te lo digo yo.
—Ni lo quiero —me apresuré a aclararle—. Que lo pase pipa con ella, no quiere decir que pretenda casarme. Te aseguro que me siento completamente realizada en mi papel de amante, no quiero más.
—Serás zorra —cariñosa.
—Lo seré, muy guapamente —admití arrastrando las sílabas—, pero con haber ejercido una vez de esposa abnegada y fiel, tengo bastante. Lo malo es que, hasta esto se me está complicando.
Nueva parada. Interrogatorio visual.
—Sí, hija, sí. Se me está complicando, porque me da mucha pena de Angus, ¡joder!, me recuerda demasiado a mí misma.
—¿Crees que Angus se habrá dado cuenta de las maniobras de Clara bajo el mantel? —especuló, haciendo todo lo posible por ponerse seria.
—A ti, ¿qué te parece? No vas a decirme que el mosqueo que se pilló fue sólo por los comentarios que hicimos sobre esas dos...
—¡Uy, qué sí! Y si no —concluyó— es que está ciega, bonita.
—O quiere estarlo —apunté—, que es otra posibilidad.
—¿Tú crees? —hay veces que Carmen está, como muy cerca, en la luna de Valencia.
—Razona, Carmen, razona —le pedí, poniéndome todo lo trascendente que una se puede poner a ciertas horas, en ciertas circunstancias—. Ella misma me preguntó si a mí me gustaba Clara, el día de mi cumpleaños. Y no se lo negué. ¿Voy a ser tan estúpida de seguir saliendo con ellas para nada?
—No, si, en eso, tienes razón. Yo, desde luego —añadió tambaleándose ligeramente—, estaría mosca.
—Como es lógico. Y como está ella, por mucho que quiera hacerse la sueca. Pero si está dispuesta a tragar, sus razones tendrá.
¡Pues no le había dado pocas vueltas al asunto! No me había llevado tiempo, ni nada, comprender las motivaciones de Angus —y las mía propias—, para aceptar aquel triángulo absurdo.
—Otra cosa es que yo esté a gusto, que no lo estoy. Hacerla pasar por estos papelones me enferma.
—Ese no es tu problema —sentenció Carmen, poniéndose seria—, sino de Clara.
—Ya, pero yo estoy en el medio. Además —añadí —, no me gusta nada cómo se lo monta Clara con ella. ¿Para qué crees que montó el numerito?
—¿...?
—Para librarse de ella esta noche, como hizo en el cumpleaños de Marta, por ejemplo.
Carmen hizo varias cruces al aire.
—¿Qué nos apostamos a que dentro de una hora, como máximo, la tengo en casa?
—Ni un duro —respondió Carmen, blandiendo el índice—. No me apuesto ni un duro. Clara es capaz de eso y de más.
Sabia decisión, la de mi amiga. Tal y como había supuesto, Clara llegó a mi casa, dentro del horario previsto, hecha un basilisco.
—Me tiene harta esta tía, Ana, me tiene harta —tiró el bolso sobre el sofá y se dejó caer, haciendo un mohín de disgusto—. ¿Tú crees que es normal que me ponga verde delante de todo el mundo?
—No, la verdad es que no —tuve que admitir, a pesar de comprender que la impotencia y la frustración puede generar mucha violencia—. Ni delante de todo el mundo ni en privado, creo yo.
—¿Por qué se puso así? ¿Qué le hice?
—¿Aparte de meterme mano durante la cena?
—Pero si no me vio...
—¿Aparte de defender a Güendy como si te fuera la vida en ello?
—Estaría bonito que también tuviera que pedirle permiso para escoger a mis amigas.
—Pero es que ella piensa que Güendy y tú estáis liadas —me permití recordarle.
—Ella piensa que estoy liada con media ciudad, Ana. De sobra sabe que entre Güendy y yo hace mucho que no hay nada —aseguró, como si la duda la ofendiera— Además, sea lo que sea, no tiene por qué ponerse así en público.
En eso tuve que darle la razón. Los trapos sucios, siempre me lo ha dicho mi madre, se lavan en casa. Aparte de que eso de recurrir a la violencia verbal siempre me ha parecido de un gusto pésimo, y más en una ocasión como aquella, después de una cena tan estupenda. Claro que, pensándolo bien, y a la vista de los desequilibrios emocionales que me reportaba mi relación con ella, podía entender perfectamente que los niveles de frustración de Angus, después de tantísimos años de infidelidades y sinsabores, la empujaran a canalizar sus emociones de cualquier manera.
—De todas formas, no hay mal que por bien no venga —declaró en tono de dar por finalizado el tema, antes de arrastrarme a la cama—, por lo menos conseguí que hiciera las maletas y se fuera. Esta vez se acabó. Me divorcio y punto.
Una semana más tarde se fueron juntas a París.
Yo me di a las voces, sola, en la intimidad de mi hogar. Luego llamé a Violeta que se presentó en mi casa en un abrir y cerrar de ojos.
—Voy a ser dura, nena —me anunció, encendiendo un pitillo—, pero no me queda más remedio que abrirte los ojos.
Lo dudo, pensé, a estas alturas debo tenerlos como un besugo.
—Esa chica está jugando contigo de la forma más descarada que conozco.
—Pero, Váyolet, mujer —protesté, limpiándome las lágrimas con la manga—, si es que ya tenían hecha la reserva desde hace un montón y no le quedó más remedio.
Aun a riesgo de ser intensa y parecer ridícula, que diría Violeta, he de insistir en la pérdida de identidad que sufro cuando me enamoro, mi absurda tendencia a justificar las actuaciones de mis correspondientes partenaires —por mucho que me perjudiquen— y, a mayor abundamiento, mi sempiterna costumbre de culpabilizarme de lo que ocurre en mis relaciones sentimentales, todo por no reconocer que me están tomando por el pito del sereno o, lo que es infinitamente peor, por no perder al objeto de mi deseo.
—Por eso estás tú como estás y por hecho me has llamado hecha un mar de lágrimas.
—Ella no quería ir... Si se habían divorciado...
—¡Por Dios, Ana! —indignada— Sé un poco realista. Primero, nadie la obligó a hacer este viaje, podía haberlo anulado...
—Es que se lo había prometido a Angus, como regalo de aniversario...
—¿De qué aniversario? —infinitamente más indignada — ¿No acabas de decirme que se habían divorciado? ¿Qué coño tienen que celebrar?
Comprendí que las razones de mi amiga tenían mucho peso, pero como ya he dicho que tiendo a disculpar, aún objeté:
—Pero siguen siendo amigas, ten en cuenta que trabajan juntas y que si no se les haría muy cuesta arriba la convivencia laboral —yo, en mi línea, justificando lo injustificable.
—Y la otra, ¡no te fastidia! —indignada, a más no poder—. Lo del divorcio fue una milonga como otra cualquiera. Ni se ha divorciado ni piensa divorciarte, es más, y perdóname, que ya se que estás hecha polvo, pero...
Me puse en lo peor. Cuando Violeta pedía perdón por anticipado, me iba a caer una de las de no te menees.
—... tu Clara te está utilizando para meterle morbos a su Angus. A esas dos les va la caña, Ana, no se te olvide. Y si no, repasa un poco vuestra trayectoria. Con todas esas broncas, en público y en privado, se meten una marcha que se vuelven locas. Estoy segura de que luego llegan a casa y echan unos polvos de escándalo.
—No seas burra, Váyolet, además, las dos veces vino a dormir conmigo.
—Realista, Anita, soy realista. Por favor te lo pido, si en algo aprecias mi amistad, olvídate de esa mujer. Va a acabar contigo —sentenció, más tranquila, más seria— o a volverte loca, que no sé qué será peor.
Doce horas de sueño, inducido por un comprimido de Orfidal, sosegaron mi ánimo, permitiéndome analizar la situación desde una perspectiva más imparcial. Violeta tenía razón, Clara jamás se divorciaría de Angus. Lo curioso del caso es que no me importaba; aunque lo de salir las tres juntas y ser colega de la mujer de mi amante se me hacía cada día más cuesta arriba.
Y luego estaba la forma en la que Clara trataba a Angus en según qué circunstancias. Por mucho que todas mis íntimas me hicieran ver que ese no era mi problema, no podía menos que solidarizarme con mi presunta rival. ¡Me recordaba tanto a mí misma durante la última época de mi matrimonio!
Después de consultarlo con la almohada volví a decidir, por tercera vez en los últimos dos meses, que lo mejor que podía hacer era sacar de mi vida y de mi corazón a aquella mujer que amenazaba con desestabilizar mi precario equilibrio emocional.
Ya, me doy cuenta de que resulta contradictorio, pero como he reconocido que cuando me enamoro, ciego, no puedo permitirme el lujo de sorprenderme con mis propias incongruencias.
Desde que Clara me comunicó, por teléfono, su inminente partida, sin darme otra opción que el pataleo, di en deprimirme. ¿Qué significaba aquel viaje? ¿Me dejaba? ¿Volvía con Angus?¿Se habían divorciado realmente? ¿Cómo podía irse con ella a París, después del último episodio?, y, sobre todo, ¿después de haberme jurado y perjurado que aquella era la ruptura definitiva?
Mis estados depresivos admiten alguna que otra variante. En esta ocasión opté el mutismo, el encierro y las estancias prolongadas en la cama, consumiendo televisión a pasto. Al tercer día de encontrarme en semejante estado, Loli se tomó la libertad de intervenir.
—Ocupa el tiempo —me recomendó al llevarme el desayuno y la prensa, a eso de la una de la tarde— Déjate de calentar la cama, que te van a salir ampollas en el culo.
Como una madre. En esta y otras ocasiones, Loli se ocupó de mí como una auténtica madre.
—¡Qué pena que no entiendas, Lolina, hija! —exclamé , enternecida por sus desvelos—Ibas a ser la esposa perfecta.
—De eso nada, monada —respondió, con su habitual desparpajo—. Ahora que me he librado de ese imbécil, Dios lo tenga en su Gloria —añadió santiguándose­—, no pienso volver a cometer el mismo error.
—Con lo bien que me cuidas...
—Te cuido porque quiero y porque forma parte de mi trabajo —aseguró, acomodándose a los pies de la cama, cigarrillo en mano —, y yo, es lo que tengo, que soy muy profesional.
La forma en que sostuvo el pitillo, el tono y el gesto de su rostro, me provocaron un ataque de risa que a punto estuvo de convertir mi boca en un surtidor.
—Es verdad, Ana —continuó ella, aprovechando que yo me dedicaba a masticar con fruición la tostada—. Cuando me contrataste, me dejaste bien claro que no querías ocuparte de nada, que lo dejabas todo en mis manos. Eso es lo que he hecho. Hacerme cargo de ti, que buena falta te hace, y de tu casa. Y, además —añadió— me encanta hacerlo.
—Y a mí que lo hagas —admití, transmitiendo a mis palabras el sincero agradecimiento que sentía—. Ya sabes que estoy pasando una temporada muy peculiar...
Fue ella la que me interrumpió entonces.
—No me digas nada, no hay más que verte. Desde que te enamoraste, no eres persona —sentenció, muy en su papel. Pero, voy a decirte una cosa y que no te parezca mal. Esto te pasa porque no te has fijado en la persona adecuada.
Mi cara debió convertirse en una interrogación gigante enmarcada por un par de exclamaciones.
—El amor que hace sufrir, no es amor —dogmatizó, retirando la bandeja y acercándome el cenicero —. Ya ves en qué acabó lo mío, que cuando lo vi en la caja, con aquella cara de no haber roto nunca un plato, le dije: ¡Anda y púdrete de una vez, cabrón!, ¡Dios me perdone, Ana, Dios me perdone! —volvió a santiguarse ostentosamente—, pero es que, me dio una vida que... Y, menos mal que tuvimos suerte, los dos, y se murió rápido, que igual podía haberse quedado en una silla de ruedas, más lelo de lo que ya era él, de por sí, y amargarme el resto de la vida, más de lo que me la amargó. Así que ahora —concluyó ufana—, que soy una mujer independiente, porque, mira, para qué voy a decirte otra cosa, los millones que me han dado por él, me han resuelto la vida, me he programado para no enamorarme. Salgo, me divierto, follo lo que puedo y, cuando veo que empiezan a coger confianza —chasqueó los dedos—... ¡fuera! Porque me conozco, Ana, me conozco. Como me enamore, me pasa lo mismo que a ti y no estoy dispuesta. Ya no. Con uno, basta.
¡Cómo admiré su determinación! ¡Cómo la envidié! ¡Cómo deseé haber adquirido una mínima parte de su sabiduría!
—Lo que no entiendo es cómo tú —recalcó muchísimo el tú—te dejas atrapar, siendo como eres. Si yo tuviera tu cultura y tu educación, que ya me ves, millonaria y todo, y sigo viniendo a tu casa a limpiar, que lo hago porque quiero, ¿eh?, que nadie me manda—iba a interrumpirla, para decirle que ella hacía mucho más por mí, que limpiar mi casa, pero no me permitió hablar, se llevó el índice a los labios y continuó—, que es verdad que no sé hacer otra cosa, pero ahora lo hago porque quiero, y porque tú eres mi amiga. Pero, si yo tuviera tu cultura y tu educación... a mí me iban a pillar. Anda —dejándome por imposible—, lee ese periódico, date una ducha y ponte las pilas. Ya volverá de París, y ojalá se quedara por allá, perdóname, pero como encontrar te encuentre así, convertida en un merengue, sí que te lo va a poner difícil. A todas nos gusta mucho que nos metan un poco de caña y, por lo que observo, a esta novia tuya, más.
Comprendí cuán cargadas de razón estaban sus palabras. Lástima que la parálisis cerebral que padecía me impidiera poner en práctica sus sabios consejos. De todas formas tomé nota mental del asunto, prometiéndome a mí misma que, en cuanto fuera capaz de salir del marasmo en el que me encontraba, me ocuparía personalmente de la formación de Loli. Tenía razón, era mi amiga, y eso era lo menos que podía hacer por ella, abrirle otros horizontes, aunque siguiera limpiando en mi casa porque quería, también podía hacer otras cosas, por ella y por mí.
—Si me hicieras caso, que no me lo vas a hacer, aplicarías una de mis teorías, que no sabes los buenos resultados que da.
Encendió otro pitillo, al objeto de aumentar el suspense y desgranó su tesis.
—Yo es que lo tengo comprobado. No sé si funcionará con las mujeres, pero, con los hombres, no falla. Como vayas detrás de ellos, corren que se las pelan para despistarte y que no los pilles, pero como seas tú la que va delante, a lo tuyo, sin preocuparte de si te siguen o no, se vuelven micos para que no te escapes.
—¿Por qué no va a funcionar con nosotras?—le pregunté sorprendida por su aclaración.
—Porque ellos son muy simples, Ana. Nosotras somos mucho más complicadas, más, más... —dudó al escoger el término.
—¿Sibilinas?
—¡Eso! Bueno —admitió, sin falso pudor—, no sé muy bien lo que significa esa palabra, pero creo que es exactamente lo que quería decir.
He de admitir que la última teoría de mi Loli me pareció brillante y digna de ser tenida en cuenta. Es más, me sirvió como estímulo y acicate. ¿Qué conseguía dejándome vencer por la abulia, dedicando mi precioso tiempo a lamentarme? Nada. Ni siquiera leí el periódico, me levanté de un salto y me metí en la ducha, dispuesta a olvidar el papel de sufridora en casa, que había asumido desde mi última conversación telefónica con Clara.
Sentada ante el ordenador, con el programador de tareas de mi Outlook, organicé la semana minuto a minuto, para no darme la oportunidad de flaquear. Sin embargo, no voy a mentir, de poco me sirvió la febril actividad desplegada. No conseguía apartarla de mi pensamiento ni un solo momento del día y de la noche. Me despertaba pensando en ella, la evocaba trabajando, comiendo, jugando al golf o a las cartas. Me dormía con su imagen, soñaba con ella. La echaba tanto de menos que sólo quería que alguna de mis sufridas amistades me diera la oportunidad de sacar el tema, aunque fuera para vituperarla —en la acepción: reprobar duramente, la otra no se ajusta. ¿Cómo iba a confesar que, después de lo que consideraba una burda traición, siguiera suspirando por sus huesos, inasequible al desaliento? Buscando, por otra parte, la solidaridad de quien tenía a bien escuchar mis quejas, la ponía verde por haberme engañado; por haberse ido a París con Angus, cuando nosotras no habíamos podido compartir ni un miserable fin de semana; por haber alimentado mis ilusiones para luego pisotearlas como una colilla; por haberla dejado entrar en mi vida, conociendo como conocía su implicación en aquel matrimonio del que tanto renegaba; por haberme dejado seducir por sus innegables encantos; por haberla aceptado de nuevo en mi vida, después de su primer Lo nuestro no puede ser.
—Pero tú la quieres —me recordaba Raquel, por ejemplo—. La quieres a pesar de todo.
¡Claro que la quería! Si luego, sola en la intimidad de mi hogar, lloraba desconsolada, añorando sus visitas a media noche, su risa, su piel, su contacto, su olor. Y me fustigaba duramente por no haber tenido valor para afrontar con ella la relación que yo suponía, esperaba de mí; por no haberle ofrecido mi tiempo y mi vida al completo, exigiéndole lo mismo; por no ser la mujer madura, fuerte y decidida que había visto en mí; por compadecerme de Angus, que estaba en París con ella, encantada de la vida, mientras yo gimoteaba por todas las esquinas como un alma en pena.
Estuve en un tris de hacer puré mi propio cerebro, intentando encontrar una respuesta a su comportamiento; analizando, hasta la extenuación, cada palabra, cada gesto, cada mirada, para concluir en que la pobre hacía lo que podía con aquella novia que le había caído en suerte y de la que era incapaz de librarse.
—Soy muy cobarde, Ana —me había reconocido en cierta ocasión—. Cometí el mayor error de mi vida permitiendo que trabajara conmigo en el despacho. Ahora tengo que pagarlo. No puedo despedirla, ¿qué iba a ser de ella?
En un alarde de incoherencia sin parangón, me agarré a ésta y otras sentencias similares para pedirle al cielo que no hubiera dejado de quererme, que no me abandonara para siempre jamás. Con Angus o sin Angus; en trío o en cuarteto; en su casa o en la mía; a media mañana, a media tarde o a media noche, «Por favor, Dios mío, qué no me deje».
Como era de cajón, el cielo me oyó. En cuanto pusieron los pies en suelo patrio, me llamaron para darme «una tontería que te hemos traído, de esas que tanta ilusión te hacen».
El velo de dolor que cubría mi alma se diluyó por arte de magia dando paso a una fanfarria de trompetas, clarines y timbales, acompañada por varios castillos de fuegos artificiales. Peiné la melena, me bañé en mi perfume favorito, escogí un modelo adecuado a las circunstancias y me preparé mentalmente para una cita que anticipaba feliz.
Encontré a Angus pletórica, triunfal, relajada y un poquito condescendiente, abusando de los plurales que tanto me ofendieran en otra épocas. A mí ¿qué? Las miradas encendidas de Clara, cargadas de complicidad, su mano buscando el contacto con la mía a la menor oportunidad, minimizaron los alardes de Angus. ¡Hasta obvié la profusión de arrumacos con los que solía subrayar su estatus!
La que volvió a casa henchida por la emoción fui yo, estrechando entre mis brazos la torre Eiffel, en plástico dorado, que pasaría a ocupar el lugar de honor entre mi colección que, hasta aquel día, ostentara la góndola veneciana con sus cortinajes en terciopelo rojo y su luz incorporada.
Me di una ducha rápida, por si las moscas, me puse mi pijama más provocativo y...¡bingo!
—Pero ¡ya estás en pijama! —exclamó, dando visibles muestras de sorpresa e impaciencia—Pues, venga, vístete —imperativa—, que nos vamos a mi casa. He quedado en llamar a Angus en cuanto llegara.
Cualquier otra, que no fuera yo, en el estado que ya he relatado hasta la saciedad, hubiera puesto, al menos, un pero. No la que suscribe. Agradecida y emocionada —«solamente puedo decir: gracias por venir» —, me vestí en un abrir y cerrar de ojos y la seguí.
No me arrepentí. No sólo porque nuestro reencuentro sexual colmara las más exigentes expectativas, sino por la forma en la que disipó todas mis dudas, derribando las débiles barrera que me había empeñado en levantar.
Mientras nos recuperábamos del primer asalto, resuelto con la brevedad de la urgencia, me explicó que mi error consistía en haber aventurado el auténtico significado del viaje; que lo tenían reservado desde hacía meses, en previsión de que Angus consiguiera la exclusiva de un importante cliente, como así había ocurrido; que, por otro lado, ambas se merecían una vacaciones y que, además, habían ido como amigas —«¿No estuviste tú en Valencia con Violeta?».
—¿Por qué no confías en mí? —me preguntó pasando nuevamente a la acción— ¿Por qué te empeñas en pensar por mí?
Eso. ¿Por qué tengo la maldita costumbre de adelantarme a los acontecimientos?
Se sentó sobre mi vientre, dejando caer los brazos a lo largo del cuerpo.
—Mírame, Ana, por favor, mírame. ¿Qué ves?
Aparte de aquel cuerpazo que me volvía loca, ¿qué iba a ver?, el mismo brillo de siempre iluminando sus ojos, la pasión y el deseo que deseaba contemplar más que cualquier otra cosa en el mundo.
—Me encanta sentirte... me encanta estar contigo... me encanta quererte —me susurró al oído—. No tienes ni idea de cuánto te he echado de menos, de cómo he deseado este momento.
Como si necesitara avalar sus palabras con un gesto capaz de borrar cualquier rastro de desconfianza, me cerró los ojos, me besó intensamente y me pidió:
—Por favor, no te muevas, déjame hacer.
Deslizó su cuerpo sobre el mío. Perdí la noción de mí misma.
Una eternidad después, ya más tranquila, Clara, se sentó en la cama y encendió un cigarrillo.
—A ver, dime, ¿por qué crees que me la he llevado a Paris? —me preguntó cogiéndome la cara entre las manos para obligarme a mirarla—, ¿por qué me apetecía mucho? No, Ana no. Me la he llevado para arrancarle un acuerdo. Me he pasado la semana negociando —me reveló—. Conozco perfectamente a Angus y sé cómo tengo que hacer las cosas con ella para tenerla tranquila, para no hacerle demasiado daño. Son muchos años, Ana, demasiados. No puedo plantearle una ruptura violenta. Me da miedo su reacción. Necesito distanciarme poco a poco, para darle tiempo a organizar su vida, para que se de cuenta de que puede hacer muchas cosas sin mí. De momento —continuó, interrumpiéndose sólo para besarme—hemos quedado en darnos más libertad. Ella también está de acuerdo en que, desde que entró en el despacho, pasamos demasiado tiempo juntas y eso perjudica la convivencia y la relación. Además, no puedo terminar una historia y meterme en otra sin transición, aunque sólo sea por respeto hacia Angus. Hemos vivido demasiadas cosas como para no ofrecerle una salida digna. Por favor, ten un poco de paciencia. Déjame hacer las cosas a mi manera.
¿Cómo resistirse ante argumentos tan contundentes? Cómo negarse a esperar, no unos meses, no, un año, si hiciera falta.

«Esperaré por ti y por tu bemeuve hasta los cincuenta, si hace falta»

Viky, con su sempiterna expresión de no haber roto nunca un plato, su aspecto pulcro, su habitual sonrisa de circunstancias, me observó desde los pies de la cama con aires de suficiencia. Sus palabras resonaron en mi cabeza, al mismo tiempo que un viento huracanado —procedente de mi yo más profundo— las borraba, llevándose su imagen por las rendijas de la ventana. Mientras se esfumaba, convertida en un humo parduzco, aún pude oír los ecos de su risa estentórea. No, no era la suya, era la de Güendy.
—¿Qué te pasa, mi amor? —preguntó Clara alarmada— Acabas de dar un bote...
—Nada, nada —le respondí, estremecida—, un micro-sueño en forma de pesadilla.
Volví a dormirme, esta vez profundamente, con su cuerpo envolviendo el mío y su respiración sobre la nuca.
A partir de aquella noche vivimos la quincena fantástica de El Corte Inglés, multiplicada por dos y elevada al cubo.

lunes, 5 de mayo de 2008

Que el cielo me juzgue (I)

La primera señal de alarma debió de haber sonado en mi cerebro a mediados de verano. Ni me enteré. Como tampoco percibí las cincuenta y siete mil cuatrocientas treinta y cuatro que debieron sonar a continuación. Si es que sonaron, claro, porque, a la vista de los acontecimientos, no puedo dejar de preguntarme: ¿qué coño le pasa a mi cerebro cuando me enamoro? o, peor aún, ¿para qué sirve, un cerebro, si no es para avisarte de los peligros y ayudarte a poner pies en polvorosa? ¿Eh? ¿Para qué?
Si yo he leído, precisamente en el libro que Angus y Clara le regalaron a Güendy con motivo de su cumpleaños, que nuestro cerebro dispone de unas glándulas, las amígdalas cerebrales, que no las de la garganta, encargadas de preparar al cuerpo para reaccionar ante cualquier amenaza, luchando o escapando. ¿Dónde estaban esas glándulas cuando las necesité, eh, dónde estaban? Atrofiadas, maldita sea. Entre el atrofie de las glándulas, lo de los auto.exe de la moral judeo-cristiana, que se ejecutan sin previo aviso, y los pantallazos azules que me obligan a reiniciar en el peor momento, con el consiguiente despilfarro de energía y pérdida de archivos, lo mío no es un cerebro, es un castigo. Afirmo.
Resultó ser que, a principios de verano, va Clara y me dice que lo nuestro no puede continuar. Que sí, que vale, que admite que hemos tenido una aventura, pero que hasta aquí hemos llegado; que si su matrimonio, que si la pobre Angus, que si... Pues bueno, ¡vaya por Dios!, dije yo, sorprendida a la par que confusa. Fue bonito mientras duró, dijo ella. Qué pena, pensé yo, con lo muchísimo que me gusta esta chica, lo bien que nos lo montamos en la cama... En fin, qué le vamos a hacer, la vida es así, no le he inventado yo. Acepté su decisión sin discutir, entre otras cosas porque bastante me había empeñado en perpetuar mi relación con Bárbara y no estaba dispuesta a repetir historia, y porque, como ya iba conociéndola un poquito, intuía que con aquella ruptura lo único que pretendía era seguir colmando mis más íntimos anhelos. O lo que es lo mismo, impedir que decayera mi interés por ella.
Por no decepcionarla, decidí poner mi granito de arena moviendo una ficha con la que ella no contaba: poner tierra de por medio, mucha tierra. Llamé a Violeta y le propuse que me acompañara a dar una vueltecita por Valencia. Una semana disfrutando del sol y las playas mediterráneas nos vendrían de perlas a ambas. A ella, para descansar después del último trabajo, que la había dejado exhausta, a mí, para espolear a Clara.
Le encantó la idea y a mí, por supuesto, más. A pesar de que no entiende, siempre he tenido en Violeta la cómplice perfecta en mis maniobras de seducción. Irme con ella garantizaba el éxito del viaje. Clara no compartió su entusiasmo con nosotras. No encajaba en sus planes que yo me alejara del ámbito de sus influencias y, para más inri, me fuera a Valencia donde cabía la posibilidad de que conociera a alguien que le arrebatara el papel protagonista que jugaba en mi vida. Me había llamado para interesarse por mi estado de ánimo (una de sus disculpas favoritas) y para pedirme que, por favor, por favor, no dejáramos de vernos porque, claro, una inesperada desaparición mía podía hacer sospechar a Angus y no le apetecía nada tener que darle explicaciones, amén de que deseaba seguir contando con mi amistad, la cual tenía en gran aprecio y consideración. Estuve en un tris de colgarle el teléfono para evitar destrozar la alfombra con el vómito negro que se me sobrevino al escuchar sus argumentos. En vez de eso, y por no desgastar mis energías en una disquisición inútil, acepté su proposición y le comenté, como de pasada, mis planes. Se lo tomó a la tremenda. Mi estrategia daba sus frutos.
La noche antes de mi partida recibí un mensaje en el móvil: “Voy a echarte muchísimo de menos, no sé por qué te vas tantos días”. Confieso que tuve que atarme las manos para no caer en su inocente trampa, pero me mantuve firme. Ni le contesté.
Violeta y yo salimos hacia Valencia un lunes por la mañana.
Clara amenizó nuestro viaje con encendidos mensajes de amor y nostalgia que nos dieron, a Violeta y a mí, la oportunidad de diseccionar mi vida sentimental desde el principio de los tiempos. Fue un viaje entretenido, a la par que revelador.
Pasamos la primera parte de la semana en un bonito bungaló a pie de playa dedicadas, en cuerpo y alma, al dolce far niente. El jueves, como era menester, nos acicalamos convenientemente y nos dispusimos a tomar Valencia. Nos dieron las tantísimas dedicadas a una inspección general del terreno, con vistas a tenerlo todo controlado, cara al fin de semana, que prometía bastante.
Nueve de la mañana.
—¿A qué hora te acostaste ayer? —quiso saber Clara, a cientos de quilómetros de distancia.
No podía dar crédito a mis oídos.
—Clarita, por Dios, que estoy de vacaciones...—protesté.
—Yo no. Ya estoy en el despacho, así que, venga, cuenta —imperiosa— ¿Qué hiciste ayer, ligaste?
Vaya, vaya, así que era eso, la campeona de la fidelidad temiendo que le pagara con su misma moneda. Bueno, pues parecerá una tontería, pero mi Clarita había dado en el clavo con su estratagema, hasta el punto de conseguir que me olvidara de la mía. Me encantó su preocupación. Me importó un bledo que interrumpiera mi sueño. Me fascinó su preocupación, me halagaron sus celos, me enterneció aquel:
—Cuento los días, mi amor. No sabes cuánto te estoy echando de menos ni las ganas que tengo de que vuelvas.
—Yo también te echo de menos —le confesé, en un rapto de absurda y contraproducente sinceridad.

(Aquí es donde digo yo que deberían haberme funcionado las dichosas amígdalas)

Viaje de vuelta, siete y media de la tarde.
—¿A cuántos quilómetros estáis?
—A veinte —respondí, perpleja por tantísimo control.
—Perfecto —aseguró, más contenta que unas castañuelas —. Llegas, te das una ducha y nos esperas, que vamos a buscarte para ir a cenar.
El plural, me repateó los higadillos. Después de lo que, tanto Violeta como yo, consideráramos pruebas inequívocas de los sentimientos de Clara hacia mí, me parecía lo más lógico que se desmarcara de Angus y nos dedicáramos una noche de loca pasión desenfrenada para celebrar nuestro reencuentro. Pues no. Al parecer, la palabra lógica no estaba en el diccionario de Clara, ni en el mío, que le seguía el juego como si hubiera nacido antes de ayer.
Cenamos, las tres, tomamos las copas de rigor en el Frida, el Batik-ano y el Ártico y, a una hora prudente, o sea, hacia las cinco de la mañana, cada una por su camino.
En vano esperé a que se presentara en mi casa, como otras veces. En vano esperé un mensaje de justificación. Nada. No supe nada de ella durante todo el día siguiente, hasta que me llamó, a la una de la mañana, desde el Cristian-dos, esta vez, sola. Otra más lista que yo la hubiera mandado a tomar vientos, como poco. ¿Qué es, que no había horas en el día? ¿Qué es, que no había tenido ni un minuto para advertirme de sus planes? ¿Cómo se atrevía ni a imaginar que yo estaría esperando a que me llamara para correr a su encuentro en medio de la noche? Otra más espabilada hasta hubiera desconectado los teléfonos, yo no. Interpreté su llamada intempestiva con el código que me interesaba: Que me llamara desde aquel antro sólo podía significar que se había librado de Angus y que me tenía tantas ganas como yo a ella. A lo mejor, pensé, no se había atrevido a lanzarse el mismo día de mi llegada, por miedo a que Angus sospechara. Al fin y al cabo, yo había estado de vacaciones y lo lógico es que, siguiendo el plan que había trazado Clara, me recibieran las dos juntas.
Escogí un modelo discreto a la par que favorecedor: vaqueros, camisa blanca, que hiciera resaltar mi bronceado, deportivas haciendo juego con la camisa y chaqueta de ante azul oscuro. El espejo me devolvió una imagen perfecta.
No recuerdo qué hablamos aquella noche porque estaba tan nerviosa, que sólo pensaba en llevarla a casa y resarcirnos de tantas semanas de abstinencia. Apuré un par que güisquis antes de atreverme a besarla y ¡me rechazó! En un primer momento no reaccioné. Luego, cuando logré procesar que pretendía remontarse a la situación que habíamos vivido antes de mi viaje, me levanté y me fui. Me siguió a la calle y tuvimos unas palabras, tensas. Se fue ella. La seguí. Cruzamos más palabras, igual de tensas. Me fui yo, esta vez, sin mirar atrás.
Llegué a casa en tal estado de excitación, que tuve que llenar la bañera, añadirle tropecientas gotas de bergamota, encender el quemador con el mismo aceite esencial e ingerir un puñado de valerianas para no liarme a puñetazos con las paredes. Llevaba diez minutos en el agua cuando sonó el móvil.
—¿Qué quieres? —le pregunté en un tono acorde con mi ánimo.
—No sé por qué te fuiste —me contestó, compungida.
—¿Cómo que no sabes por qué me fui? ¿Qué pasa, que te patina la neurona? Mira, Clara, estoy más que harta de tus tonterías, así que, por favor, déjame en paz.
Colgué presa de una indignación sin límites, dispuesta a no consentirle que siguiera con aquel juego absurdo. Me daba igual lo que Angus sospechara o dejara de sospechar, no pensaba volver a verlas. Que le explicara lo que le diera la gana, o, sino, ya se lo explicaría yo, porque, desde luego, a mí, ya me había visto el pelo.
Volvió a sonar el teléfono que, por supuesto, no tuve a bien desconectar por si se le ocurría volver a llamar.
—Por favor, Ana, no me cuelgues, por favor —su voz sonaba llorosa, como si, de verdad, le hubiera afectado lo ocurrido—. Lo siento, lo siento muchísimo.
¡Ja! Si se creía que iba a ablandarme, lo tenía crudo. Escuché sus argumentos desde la más absoluta de las frialdades, mientras jugaba con mi patito de goma. Argumenté lo mío. Volvió a disculparse. Volví a argumentar hasta que:
—Hola, mi amor.

(¿Qué les pasó a mis amígdalas? ¿Por qué no me advirtieron del serio peligro que, sin duda, me amenazaba?)

El patito no se hundió, porque es de goma. Yo tampoco, por falta de espacio. No sé si fue el tono, o aquel mi amor que tanto había deseado escuchar, lo que diluyó de un plumazo mi mal humor y mis firmes determinaciones.
—No sabes cuánto te he echado de menos —continuó—. He pensado en ti cada minuto del día. Tenía tantas ganas de verte que me daba miedo encontrarme contigo. Temía que te hubieras cansado de mí, de mis contradicciones, de mis inseguridades...
Etcétera, etcétera, etcétera. Se enfrió el agua. Salí de la bañera, me puse el pijama, preparé una taza de cacao, me lo tomé, fumé media cajetilla, me acosté, apagué la luz y nos despedimos, dos horas y media después, yo, flotando muy cerca de las Pléyades, por ejemplo.
Desperté con los pies en la Tierra. Vale que las amantes no tengamos derecho al pataleo. Vale que las amantes debamos conformarnos con las migajas, pero de ahí a que pretendiera volverme tarumba con sus idas y venidas había un trecho, amplio. Demasiada complicación, demasiadas contradicciones. No podía seguir engañándome con mis estrategias de adolescente, era ella quien decidía. Ella iba y venía y yo, mientras tanto, pugnaba por mantener el equilibrio entre tanto vaivén, poniendo en serio peligro mi precaria estabilidad emocional. No sólo vivía pendiente de sus caprichos, de sus ahora sí, ahora no, estaba perdiendo el control sobre mi vida. Me estaba desquiciando.
Sopesé cuidadosamente los pros y los contras de nuestra relación y decidí que no quería continuar con aquello. Si ella no tenía claro lo que quería, yo sí. No pretendía casarme, desde luego. Tampoco me importaba ejercer de amante ya que, en realidad, ese papel se ajustaba más a mis necesidades que el de esposa abnegada, pero a lo que no estaba dispuesta era a continuar con aquellos sí pero no, y mucho menos con los «Lo nuestro no puede ser» y el «Hola, mi amor», a renglón seguido.
Trabajé todo el día a un ritmo desenfrenado. Tomada la determinación, me negué a seguir dándole vueltas como una obsesa.
A eso de las nueve, con el teclado echando humo y la espalda como una tabla de planchar, fui a ver a Carmen, que me había llamado a media tarde, interesándose por la marcha de los acontecimientos, y la puse en antecedentes de lo ocurrido aquella noche.
—No sabe lo que quiere, Ana —me aseguró—. Durante el tiempo que estuviste fuera, vino un montón de veces sin Angus, y yo creo que lo hacía para poder hablar conmigo de ti.
—Ella, no, pero yo, sí —afirmé absolutamente convencida.
—Pues, chica, actúa en consecuencia —me aconsejó mi amiga­—, porque como te dejes comer el hato, te va a traer por la calle de la amargura.
—Ya me está trayendo —puntualicé—, porque lo de esta noche no sabes cómo ha sido. Si no quiere tener nada conmigo, ¿para qué me llama? Cuando yo me muestro dispuesta a acceder a sus pretensiones, me rechaza. Y cuando la rechazo yo...
—Aún a riesgo de que me llames pesada —dijo muy seria—, he de insistir: no sabe lo que quiere. O está jugando, que no sé qué será peor.
—Pues conmigo no —insistí—, que ya tengo muchos años como para que una niñata consentida y caprichosa pretenda hacerme bailar al son que ella toca.
—¿Prefieres que te ate al mástil, como a Ulises? —sugirió, sarcástica— Porque me late que va a ser la única forma de evitar que te lances de cabeza.
Reí la ocurrencia imaginándome en el papel del héroe griego mientras Clara, lira incluida, entonaba su canto seductor sobre la arena de una playa griega.
—No creo que sea necesario. En cuanto tenga la menor oportunidad, le pongo las cosas en su sitio. Que no, Carmen, que no, que como no ponga coto a estos desmanes, me va a volver loca y no estoy dispuesta.
¡Cuánto mejor está una callada! No habían pasado ni diez minutos cuando sonó el móvil y volví a quedar con Clara en el Cristian-dos, firmemente decidida, eso sí, a zanjar, de una vez por todas, la situación. Aunque, si he de ser sincera, he de reconocer que si en mi fuero interno hubiera estado convencida de lo que había pregonado, no hubiera acudido a su llamada. Un «Hoy no me apetece, ya nos veremos », hubiera sido más que suficiente para dar por zanjada la cuestión. Pero no. Allá fui, como una corderina, una vez más, haciendo gala de la incoherencia que tanto le reprochaba.
La cara de haba con la que me obsequió hizo tambalear mis exiguas defensas. De todas formas, y como, en el fondo, deseaba más que nada tenerla de nuevo entre mis brazos —por mucho que intentara convencerme de lo contrario—, me mantuve a la expectativa. En aquella ocasión fue ella la que me besó a la vez que decía:
—Vamos, ya hemos perdido demasiado tiempo.
Me sacó del bar y me llevó a su casa, sin que de mis labios saliera la mínima objeción. Cuando Angus llamó al día siguiente, domingo, para invitarla a comer, no habíamos pegado ojo.
Hasta luego, lucidez. Adiós, firmes determinaciones. Buenos días, locura.
Ahora bien, pasé uno de los veranos más entretenidos de toda mi vida. Clara no permitió que me aburriera ni un minuto.
A principios de agosto me trasladé, fiel a mi costumbre, a la casa veraneo de mis padres dispuesta a disfrutar de la vida familiar, los atardeceres en la playa, las botellinas de sidra antes de cenar, las partidas de canasta en las tardes de lluvia, en fin, lo que se dice un veraneo de los de toda la vida.
Clara me visitaba, prácticamente cada noche, después de cumplir con su Angus. Nos tomábamos un par de copas en cualquier bar, alimentando el deseo hasta que nos resultaba imposible contenerlo. Entonces, cogíamos el coche y nos perdíamos por cualquier rincón de la costa a dar rienda suelta a la pasión desenfrenada que nos arrebataba en cuanto nos mirábamos.
Me olvidé de mis reticencias, de mis temores, de los remordimientos de conciencia que, en un principio me había planteado su matrimonio. Disfruté con ella como hacía tiempo que no lo hacía con nadie. Incluso llegué a convencerme de que no había fuerza humana capaz de destruir nuestro amor. Hasta que, a mediados de septiembre, a Marta se le ocurrió invitarlas a su fiesta de cumpleaños.
Desde el principio, Clara, mostró su deseo de retirarse pronto.
—No por mí —puntualizó—, por Angus, que mañana tiene un tema muy delicado en el juzgado y le conviene llegar descansada.
Mirada de complicidad de Marta. Mosqueo de Angus que, seguramente sospechaba de las verdaderas intenciones de su novia.
—Prometiste acompañarme —le recordó—. Además, lo tengo todo controlado y no me importa trasnochar un poco.
—A ti no, pero a mí sí —se apresuró a matizar Clara, visiblemente contrariada—. Es el prestigio de mi despacho el que está en juego —recalcó mucho el mí y el despacho—, por mucho que el caso lo lleves tú.
Como la había visto hacer tantas veces —a pesar de que todos los presentes, incluso Angus, pudimos darnos cuenta de quien iba a perder la batalla —, la legítima de mi amante se mantuvo impertérrita. Se dedicó a departir amigablemente con mis amistades, mientras Clara daba buena cuenta de los tres cuartos de una botella de Johnnie Walker, twelve years old, en un tiempo récord. Si no podía volver a pasar la noche conmigo, utilizaría su nivel etílico para no tener que pasarla con Angus y, muchísimo menos, acompañarla al juzgado al día siguiente. Esos fueron mis cálculos, y los de Marta, y los de Pelayo. El resto de los invitados asistió al espectáculo desde la privilegiada posición de observadores.
Antes de que atacara la segunda botella de güisqui, Angus decidió llevársela a casa a dormir la mona. Aún no habían dado las doce.
—Esta mujer tuya es mucho —me comentó Marta en cuanto se fueron—. ¿Crees que llegarán bien?
A pesar del melocotón gigante que se había empecinado en adquirir, Clara se había negado a que Angus condujera su coche.
—Supongo —respondí, sin tenerlas todas conmigo —, pero casi prefiero no pensarlo.
—¿Siempre se porta así? —quiso saber Marta, bastante impresionada por el numerito de Clara.
—Siempre —afirmé, recordando un par de episodios que me había tocado presenciar—. Nada mejor que una buena bronca para librarse de ella. O, en su defecto, lo que la has visto hacer hoy. Bebe sin medida y cuando está tan borracha que resulta imposible razonar con ella, Angus se da por vencida y termina dejándola por imposible.
—O sea, que esto no es nuevo…
—¿Nuevo? Llevamos así todo el verano y parte de la primavera.
—Tú es que tienes un humor...
—La cosa no va conmigo —aclaré—. De momento es de Angus de quien quiere librarse, no de mí. Cuando me toque el turno, ya veré lo que hago.
—Y si las cosas están así entre ellas, ¿por qué no se paran?
No pude responderle. No tenía respuesta. Ni siquiera me lo había planteado.
Una hora después abandoné la casa de Marta y Pelayo para refugiarme en la mía. El día anterior había llegado mi hermano Jaime, su mujer y sus hijas y, ya que me había quedado sin noche de pasión, por lo menos disfrutaría de mis sobrinas, a las que veía muy pocas veces al año.
Me acosté con el móvil pegado a la oreja. No me había dado tiempo a conciliar el sueño cuando:
—¿Estás en la cama? —preguntó la voz de Marta cargada de misterio.
—Sí —respondí, muy extrañada por su llamada.
—Pues levántate y ven para acá, tienes a tu Clara esperando por ti como agua de mayo.
—¿Qué dices? Pero si no hace ni una hora que se fue...
—Pues ya está aquí otra vez.
—¿Ahí?
­—Según ella no quería perderse el fin de fiesta...
Me vestí a la velocidad del rayo y corrí, literal, hacia casa de Marta. Clara me esperaba con un vaso de güisqui en la mano y la más malévola de las sonrisas en su rostro.
—¡Joder, qué trabajo me ha costado librarme de ella! —exclamó, ufana y fastidiada.
Tuve el tiempo justo de quitarle el vaso de la mano antes de que me arrastrara al sofá, presa de un ataque pasional de proporciones descomunales, para regocijo de los pocos invitados que aún quedaban. En cuanto pude zafarme de su abrazo, pregunté:
—Y Angus, ¿dónde la has dejado?
—En casa —respondió como si la duda la ofendiera—. La llevé hasta la puerta, me dio cuatro gritos y volví.
—¿Quieres decir que has ido y venido en este tiempo? —intervino Pelayo, alucinado.
Asintió, imprimiendo a su cara un gesto de picardía infantil.
—Doscientos cuarenta a la ida, doscientos cuarenta a la vuelta —contestó, guiñándole un ojo a mi amigo.
—¡Podías haberte matado! —exclamé, sin encontrarle la gracia al asunto.
—Sí, pude —aceptó—, pero no me he matado y estoy aquí. Si esa zorra hubiera querido irse cuando se lo dije, no me hubiera hecho perder toda la noche. Así que, perdonadnos, nos vamos a la cama.
La habitación de invitados de Marta y Pelayo tiene una magnífica cama de uno cinco, en la que Clara se desmayó literalmente, nada más poner la cabeza sobre la almohada. Yo no pude hacerlo tan rápido. No conseguía dejar de darle vueltas a lo ocurrido, inmersa en un mar se sentimientos contradictorios. Me parecía tremendo lo que Clara le había hecho a Angus, y Angus a ella; sólo imaginar la velocidad a la que había realizado ambos trayectos me revolvía el estómago de puro vértigo. Verla dormida a mi lado, con expresión beatífica, sentir su piel pegada a la mía y la forma en la que me abrazaba, como si pretendiera, aún dormida, aferrarse a mí, me alejó, sin remisión, de la cordura.
Me despertó poco después con su boca entre mis piernas. Un par de horas de sueño le bastaban para recuperarse de cualquier eventualidad.
El sonido de mi móvil nos devolvió a la realidad hacia las dos de la tarde. Era Angus.
—Ana, por favor, necesito verte.
—¿Qué pasa? —le pregunté alarmada por su tono de voz.
—Es Clara —me informó desconsolada—. No ha pasado por el despacho, no está en su casa y tiene el móvil desconectado. Creo que está otra vez con Güendy.
¡Santo Cristo de la Agonía!, que diría mi abuela, ¿con Güendy? Clara se llevó el índice a los labios pidiéndome, innecesariamente, que guardara silencio, mientras su mano se perdía entre mis muslos. Angus, presa de la desesperación balbuceaba no sé qué sobre la noche anterior. Yo, sumida en un ataque de nervios y culpabilidad, luchaba por impedir que mi voz trasluciera la excitación que me invadía por momentos. Aún no me explico como pude mantener una conversación medianamente coherente con Angus ni cómo logré articular:
—No te ataques, Angus, seguro que no es lo que piensas —maldije mi cinismo—. Ten en cuenta que ayer la cogió monumental, quizás haya desconectado el teléfono y no te oiga.
—No tiene el coche en el garaje.
¿Había algo que aquella mujer no tuviera controlado?
—Es igual, a lo mejor, después de dejarte a ti se fue a tomar unas copas, lo aparcó en cualquier sitio y volvió andando a casa —seguí mintiendo, para intentar tranquilizarla.
—Que no, Ana, que no, que está con Güendy —aseguró, absolutamente convencida.
¡Qué momento para confesarle que no estaba con Güendy, si no conmigo, y acabar, de una vez por todas con aquella farsa!
—¿Cómo va a estar con Güendy, Angus, por Dios?
—Tú no la conoces, no sabes de lo que es capaz.
—¿A cuál de las dos no conozco?
¿Con Güendy? ¿Qué pintaba Güendy en esta historia? ¿Qué le hacía sospechar a Angus que Clara estuviera con Güendy? Intenté procesar, sin éxito, el dato, más preocupada por evitar que los efectos de la boca de Clara sobre mi cuerpo se traslucieran en mi voz.

(De nuevo, mis amígdalas jugándome una mala pasada)

—Mira —le dije usando mi tono más tranquilizador—, todavía estoy en la cama. Si dentro de una hora no sabes nada de ella, voy a Oviedo y te ayudo a buscarla.
—Gracias, Ana.
No tuve tiempo a flagelarme por mi maldad, Clara, que conocía perfectamente todos mis resortes, pulsó el adecuado y consiguió que me olvidara de la existencia de Angus, y hasta de la de Güendy.
Mientras nos vestíamos, intenté convencerla de que acabara con la incertidumbre de su señora.
—No me apetece. Estoy cansada de su control, de sus paranoias, de sus dramas.
—De acuerdo, si prefieres continuar con esta farsa, es cosa tuya, pero, por favor, llámala y tranquilízala.
—Ya veré lo que hago.
Media hora después recibí otra llamada de Angus.
—Acaba de llamarme —dijo.
¡Vaya! Después de todo se había dignado a tener en cuenta mi recomendación.
—Estaba en casa. Me ha dicho que desconectó los teléfonos para que nadie la molestara, se encerró en la habitación y durmió a pierna suelta hasta las cuatro de la tarde.
No me quedó por más que continuar con la pantomima, no sin maldecirme, una y mil veces, por zorra y por mentirosa.
—Lo ves. No sé por qué te empeñas en anticiparte a los acontecimientos.
—No me ha dejado ir a verla. No quiere hablar conmigo —manifestó, al borde de las lágrimas—. Me ha dicho que lo de ayer no me lo perdona. Ya no sé qué voy a hacer con ella, Ana. Cada día me lo pone más difícil. Hace dos años que no tengo un momento de tranquilidad.
Escuché sus lamentos sintiéndome como un vil y despreciable parásito. ¿Cuál era mi papel en aquella historia? ¿Por qué había accedido a escuchar a Angus? Yo era la amante de su mujer y, sin embargo, allí estaba, dispuesta, no sólo a oír lo que hiciera falta, sino a aconsejarla como si no fuera nada conmigo. Tanta bondad me hizo sospechar de mis propias motivaciones. ¿Me estaría ocurriendo lo mismo que con Rebeca? ¿Tan culpable me sentía que necesitaba descargar mi conciencia ofreciendo apoyo moral a mi rival? O, peor, ¿estaba utilizando a Angus para conocer todos los entresijos de su historia matrimonial y utilizarlos, luego, a mi favor?
—Porque no creas que lo de Güendy y Viky es lo primero —continuó—. Antes de esas dos, que yo sepa, hubo otras cuatro.
—Si no es mala pregunta —me atreví a aventurar—, ¿por qué sigues con ella?
—Porque la quiero con locura, Ana, no puedo vivir sin ella.
Jarro de agua fría, muy fría, helada. No era ésa la idea que yo tenía. No se acercaba, ni remotamente, a lo que Clara me transmitía.
—Eso no se te ocurra decirlo ni de broma —le advertí, ya en mi papel de terapeuta aséptica—. El lenguaje es muy importante, Angus, lo hemos comentado más veces. Nadie es imprescindible en la vida de nadie. Tú eres una tía muy joven, con toda la vida por delante. Si no eres feliz con ella, déjala.
—Ya lo he intentado, pero no puedo.
Sabía perfectamente a qué se refería, me había pasado lo mismo con Bárbara decenas de veces.
—Quizás éste no sea un buen momento para plantearse algo tan drástico. Por lo poco que te conozco y lo que he podido ver en estos meses, mantenéis una relación de excesiva dependencia, mutua —puntualicé, para no herir su susceptibilidad—, aunque no sé por qué me da que tú te lo tomas más a pecho.
—Sólo vivo para ella —admitió sin ambages.
¡Ay, Dios!
—Pues eso no está bien, por ti, sobre todo.
Para evitar que se sintiera aún peor, cargué las tintas en el relato de mi relación con Bárbara, en lo terrible que había sido para mí admitir el final de mi matrimonio, en el lamentable estado en el que me había encontrado, precisamente porque sólo vivía para ella. Hablé, hablé y hablé mientras intentaba, con todas mis fuerzas no solidarizarme con ella. Hablé y hablé como si, al otro lado del teléfono, estuviera alguien que no tuviera nada que ver conmigo. Hablé, para evitar sentirme como una alimaña.
Cuando por fin pude colgar el teléfono me sentí más exhausta y más rastrera de lo que me había sentido en toda mi vida.
Volví a casa de mis padres, dispuesta a aislarme del mundo. Del mundo, que no de mi cerebro que disparó todas las señales de alarma. En el panel de control, las luces rojas parpadeaban enloquecidas, mientras el altavoz repetía una y otra vez, «Güendy, Güendy, Güendy... »

(Me veo en la obligación de insistir, aun a riesgo de resultar pesada: ¿qué les pasó a mis amígdalas? O, mejor, ¿disponía mi cerebro de las susodichas glándulas?)


Al día siguiente, haciendo caso omiso de las súplicas de Clara, me negué a verla, argumentando inexcusables obligaciones familiares.
En un arranque de generosidad sin precedentes, me había ofrecido a hacerme cargo de mis sobrinas, dos gemelas de seis años a las que adoraba, para que mi hermano y mi cuñada pudieran celebrar su décimo aniversario de boda en un balneario y las niñas aprovecharan los últimos días de playa, en vez de llevárselas a sus abuelos maternos, porque los paternos realizaban su acostumbrado viaje de final de verano y no podían ocuparse de ellas.
—No sabes cómo te lo agradezco —mi hermano no cabía en sí de gozo—. Ya no me acuerdo de la última vez que tuvimos un día entero para nosotros, y a Cecilia le hacía tanta ilusión...
—Y a ti, tonto —maticé, encantada con mi ocurrencia—. Venga, iros tranquilos y ni se os ocurra ni llamar por teléfono. Si tengo alguna duda, ya os llamo yo.
Así contado parece que soy más buena de lo que soy en realidad. Pues no. No suelo dar puntada sin hilo. Es cierto que me encantó ofrecerle ese regalo de aniversario a mi hermano, pero por otro lado pensé que, mientras me ocupaba de mis sobrinas, no tendría tiempo para pensar en los últimos acontecimientos vividos con Clara, hasta que pudiera observarlos desde cierta perspectiva. No me equivoqué. Al terminar la primera jornada, después de haberme peleado con el desayuno, comida, merienda y cena, la playa, los cambios continuos de bañadores —«Que no se queden con ellos mojados, Anita, que luego cogen frío y se ponen fatal de la barriga», me indicó mi cuñada—, el despliegue de barbís, con todos sus accesorios, y haber visto, en sesión continua, La Bella y la Bestia, La Sirenita y El Rey León, nos dormimos, las tres, en el sofá.
Clara, por su parte, tampoco dio señales de vida, pero no tuve tiempo ni ocasión de preguntarme el porqué.
Cuatro días después, sola en la paz de mi hogar costero —convertido, por obra y gracia de los dos angelitos, en una leonera—, recibí una nueva llamada de Angus pidiéndome que hablara con Clara como lo había hecho con ella. Según me contó, llevaban toda la tarde discutiendo sobre su matrimonio y no se ponían de acuerdo. Angus confiaba en mi buen hacer, para convencer a su novia de la necesidad de establecer nuevas normas en su relación.
—Vosotras os entendéis muy bien, y yo ya estoy agotada de darle vueltas —me dijo—. Por favor, échale un cable.
Acepté. Mis firmes decisiones de poner fin a la complicada historia que manteníamos, caducaban en cuanto estaba más de dos días sin verla. Pero, eso sí, me sentí como un gusano y así se lo hice saber a Clara en cuanto la tuve delante.
—Ya no sabía qué hacer para librarme de ella —me confesó con un inmenso gesto de fastidio—. Fui yo quien la convencí para que me mandara a hablar contigo, con el pretexto de que necesitamos comentar nuestros problemas con otras personas.
—Lo tuyo no es normal —afirmé sin poder salir de mi asombro.
—¿Por? —me preguntó, como si yo estuviera al cabo de la calle de sus manejos— Desde lo del otro día no se separa de mí ni un momento. ¿Por qué crees que no he podido venir a verte? ¿Por qué crees que no he podido mandarte ni un mensaje? ¿Por qué crees que no he podido ni llamarte? Porque se ha empeñado en instalarse en mi casa y no me deja ni a sol ni a sombra.
—Y tú disgustada, claro —comenté, con bastante retintín.
—Como para impedírselo, después de la que me montó —arguyó, dramatizando todo lo que pudo—. Tú no la conoces, no sabes cómo se pone.
Sí, lo sabía, sí. Me conocía la historia de memoria. Cada vez que surgía, y ya había surgido varias veces, el tema de sus diferencias, Clara culpabilizaba a su novia del infierno que llevaba viviendo los dos últimos años.
—Pero no me apetece nada hablar de ella —énfasis en el nada—. Vamos a cenar que tengo un hambre atroz.
La posibilidad de disfrutar de una noche para nosotras solas me hizo olvidar mis remordimientos.
—¿Ya has decidido cuándo vas a volver a tu casa? —quiso saber durante la cena—. La verdad es que me siento como correcaminos, de tanto ir y venir.
—¿Para qué quieres que vuelva, si tienes a Angus instalada en la tuya? —pregunté, pelín incisiva.
—¡Ah, no! Esto es provisional —afirmó rotunda—, en cuanto vuelvan sus padres de vacaciones, le doy el pasaporte. ¿No pensarás que voy a vivir con ella definitivamente?
—Pues chica —respondí, procurando que mi indignación no se trasluciera en mi tono de voz—, ¿qué quieres que te diga?, tal y como están las cosas no me extrañaría nada. De todas formas, no es cosa mía.
¡Dios mío, lo cínica que se puede llegar, a veces!
—Claro que —añadí, rogando a Dios que no notara mi ansiedad—, si lo decides, habrás decidido acabar con lo nuestro.
Me miró con esa cara de arrobo que tiene la virtud de derribar todas mis defensas y dijo:
—¿Serías capaz de no volver a verme?
—No te quepa la menor duda —le aseguré, temblando ante la sola posibilidad de que eso ocurriera.
—No voy a dejarte nunca, mi amor —me aseguró melosa—. De sobra sabes que si sigo con ella es porque ya no sé cómo decírselo ni qué hacer para que entienda que lo nuestro se acabó hace mucho tiempo.
­—¿Estás segura, Clara? ¿Estás completamente segura?
—Lo estoy, Ana, lo estoy. Sé que no me crees, pero si me das tiempo te lo demostraré. Y, ahora, ¿podemos irnos ya a tu casa? No sabes cómo te deseo.
Como dice mi abuela, Dios castiga sin palo ni piedra. Aquella noche y en cientos de ocasiones más, he podido comprobar cuánta verdad encierra esa máxima. No nos había dado tiempo a pagar la cuenta cuando sonó el móvil de Clara. La dejé sola para que pudiera hablar con libertad, maldiciéndola al mismo tiempo por no haberlo desconectado. Volvió a sonar mientras íbamos de camino a casa. Y otra vez. Y otra. Hasta que Clara, prescindiendo del deseo acuciante que sentía por mí, y obviando las palabras pronunciadas momentos antes con tanta seguridad, optó por irse, en vez de apagar el aparato, que hubiera sido lo suyo, si tan harta estaba de los lamentos, recriminaciones y todo el largo etcétera que me transmitía constantemente.
Chafada y cabreada como una mona, volví a jurarme a mí misma que aquello no podía continuar. O dejaba a Angus, o me dejaba a mí.

martes, 29 de abril de 2008

Encuentros en la novena fase (y II)

¿Quién, si no Güendy, para sacarme de mis errores y mostrarme el auténtico sentido de la vida, y el porvenir? A mí, que siempre fui, a sus ojos, la pringada mayor del reino, quizás porque nunca mostré la menor intención de vengarme de ella, a pesar de que se hubiera portado conmigo como alimaña; quizás porque, a pesar de todos los pesares, fui tan débil como para seguir relacionándome con ella sin recriminarle, en ningún momento, su comportamiento; quizás porque cuando volvió a instalarse en nuestra pequeña comunidad y nos encontrábamos, ora en la calle, ora en los bares, no tuve inconveniente en saludarla, e interesarme por su salud y la de su familia, e incluso me permití rememorar algunos episodios comunes con cierta ternura. ¿Por qué no? A lo mejor ella, de natural retorcido, juzgó que mi comportamiento debería haber sido otro y confundió la buena educación con una debilidad de carácter, merecedora de desprecio y conmiseración, sólo así puedo entender su actitud.
Sin embargo, cuando empezó a verme en demasiadas ocasiones, para su gusto, con Clara y Angus, se permitió condescender conmigo, dedicando una parte de su precioso tiempo a prestar un poquito de atención a mi insignificante persona.
El caso fue que una noche coincidí con ella y con Viky en la barra del Batik- ano. Cuatro de la mañana, el local atestado, ¡un calor!, y yo, monísima, con la bleiser puesta, y sin abanico.
—¿No te asas? —me preguntó Viky, tras el par de besos de rigor.
—La verdad es que sí —respondí dándome aire con la solapa—, pero si me la quito, descompongo el luk.
Mira tú qué tontería. Bueno, pues Güendy picó el anzuelo.
—¡Por Dios, Ana! —se apresuró a decir— A estas alturas ya deberías saber que la belleza está en el interior.
No di crédito. Güendy, mi Güendy, recriminándome por mi frivolidad.
—Ya, pero es que me veo mucho más mona así y claro, chica, me compensa —contesté parafraseando a Patricia, que es de las que va matada, pero muere por el luk.
No fue capaz de captar mi fina ironía. ¿Se puede creer?
—Parece mentira para ti, a tu edad —continuó ella, dignísima—, hay cosas mucho más importantes que el aspecto físico. La paz interior, por ejemplo, se trasluce en el aspecto de las personas sin necesidad de...
—¿Pretendes psicoanalizarme? —me vi obligada a preguntar, ante el cariz que iba tomando la conversación— Porque, si es así, me permito recordarte que está un pelín pasado de moda.
No pudo evitar un gesto de suficiencia al decir:
—Por supuesto, todo el mundo sabe que La Inteligencia emocional...
—Excelente libro —la interrumpí—, perfecto para un regalo de Reyes, ¿o fue de cumpleaños?
Mudó la color, abandonó el gasto displicente y lo recompuso a duras penas para sacarme de dudas.
—De cumpleaños.
Vaya, vaya, había dado en el blanco. Desde luego, quien tiene la información, tiene el poder. El poder de que la más pringada entre las pringadas se permitiera bajar de su pedestal, aunque fuera por un momento, a nuestra particular Débora Dora.
¿Que qué importancia tenía? Toda. Habían sido Clara y Angus las que le habían regalado el famoso libro, el año anterior, antes de acabar con ambas como el rosario de la aurora. Que yo conociera el dato significaba que sabía mucho más de lo que ella podía prever. Y que lo supiera, suponía que mi relación con Clara —para ella a Angus siempre fue igual de invisible que yo— iba más allá de alguna que otra juerga inocente. Noté como me adjudicaba los puntos necesarios para sacarme de la mierda, por su forma de cambiar de tema.
—¿Qué tal el trabajo? Debe irte fenomenal, porque últimamente sales poquísimo, ¿no?
Le di una respuesta de circunstancia y aproveché para realizar un airoso mutis y dirigirme al encuentro de Antón que acababa de llegar, saboreando las mieles de mi exiguo triunfo.
A partir de aquella noche, abandoné mi condición de pringada y alcancé el estatus necesario para que Güendy se tomara la molestia de odiarme y, a mayores, demostrármelo.
El Batik-ano ofreció su tradicional fiesta con motivo del Día del orgullo gay a la que asistió la crème de la créme del ambiente local. Evento que coincidió con una de las tropecientas rupturas definitivas que Clara y Angus habían perpetrado, prácticamente, desde el comienzo de su noviazgo. Aprovechamos la circunstancia para dedicarnos la noche.
La exquisita cena a base de marisco y pescado, regado con una botella de vino blanco más el remate final en forma de chupitos de güisqui, nos proporcionaron ese punto etílico justo para disfrutar, aún más, de la noche.
Primera parada, Frida. El gesto de incredulidad de Carmen, Lola, Pilar, Lucía, Antón..., al vernos entrar solas, es decir, sin Angus, fue más que evidente. El único que osó preguntar directamente fue, como siempre, Antón:
—¿Dónde habéis dejado a D’Artagnan?
—En casa, con la regla —respondió Clara en el mismo tono.
—Qué mala suerte, ¿no? —apuntó Carmen, mientras nos servía las copas—, con lo que le gustan a ella estas fiestas.
—Ya —dijo Clara, en un tono con el que dejó muy claro que deseaba zanjar el tema.
Segunda parada, Batik-ano. Risas, empujones, más gestos de incredulidad... Nosotras, a lo nuestro. Sin Angus fiscalizando cada uno de nuestros movimientos, dimos rienda suelta a todo lo que nos veíamos obligadas a reprimir en circunstancias normales. Bailamos a lo suelto y a lo pegado, nos besamos, nos achuchamos… Vamos, que no nos cortamos ni un pelo.
Hubo un momento, mientras bailábamos un romántico tema de Camilo VI en el que sentí la imperiosa necesidad de darme la vuelta y mirar hacia atrás. A escasos metros, camuflada entre el gentío, estaba Güendy. Sus ojos se clavaron en los míos durante unos breves e intensos segundos. El brillo que percibí en ellos, me produjo una sensación muy parecida a la que debió experimentar doña Ana Ozores al sentir sobre sus labios el beso del Magistral. Mantuve la mirada el tiempo suficiente para verla salir precipitadamente del local, abriéndose paso a empujones.
No le comenté nada a Clara. Preferí guardar para mí aquel nuevo e inesperado triunfo. Su actitud me confirmaba que Güendy seguía colgada de Clara, la única mujer a la que ella no había abandonado por otra.
Un par de horas después, de la que nos íbamos, coincidimos con ella a la salida del bar. Tuvimos que esperar a que un fotógrafo de ocasión plasmara la instantánea de un grupo, enarbolando la bandera gay, en el que se encontraba Güendy, sin Viky, abrazada a una rubia explosiva.
Entre los «Espera, que falto yo» y los «Juntaros un poco, que no entráis todas», la foto se retrasaba y el tapón, a la puerta del bar crecía por momentos.
—Date prisa, Jose, que se me hiela la sonrisa —exigió Güendy, manteniendo la mueca.
Flash. Disolución del grupo que se reintegra a la fiesta. Güendy que, de la que entra, me señala con el índice y escupe un despreciativo:
, me hielas la sonrisa —y dirigiéndose a Clara, con un gracioso mohín—, tú, no.
Mutis por el foro.
—Pero, ¿qué le pasa a esta? —preguntó Clara, al parecer ajena a todo el asunto.
—Creo que no le ha gustado nada verme contigo.
—Y a ella, ¿qué le importa?
—Tú sabrás —respondí.
—Ni sé nada, ni quiero saberlo —concluyó resuelta.
No sé por qué me dio en la nariz que Clara no me lo había contado todo sobre Güendy y ella. Tampoco me importó mucho. En cuanto a Güendy, ni que decir tiene que sus sentimientos hacia mí me traían al pairo. Aún así, he de reconocer que tener la constancia de que alguien, ¡por fin!, le había pagado con su misma moneda, que ese alguien compartía una parte de su vida conmigo, que le constaba, y que le había afectado tanto como para tragarse su orgullo y hacérmelo saber, me produjo un agradable cosquilleo de placer.
Nunca he sido rencorosa, y a Güendy la había olvidado hacía mucho, mucho tiempo, pero que alguien como ella se hubiera encontrado, aunque fuera por una vez, con la horma de su zapato, no dejaba de ser gratificante; aunque para mí no supusiera nada; aunque aquellos pequeños triunfos no borraran todo lo que sufrí cuando me abandonó, de un día para otro, sin la menor explicación.

jueves, 24 de abril de 2008

Encuentros en la novena fase (I)

Incluso antes de convertirnos en amantes oficiales, Clara se propuso hacer realidad mis mayores anhelos. Y no pude quejarme. ¿No estaba, yo, hartita de tanta paz, tanto equilibrio y tanto celibato? ¿Acaso no le pedí al Universo que, por favor, por favor, me mandara una novia mona, pija y muy activa, sexualmente? Pues me la mandó. Con lo que no conté fue conque si el Universo no te concede una de tus peticiones es porque no te conviene en absoluto, ahora bien, como te pongas pesada, te concede lo que le pidas, pero, ¡ojitísimo!, literal. Y, a mayores, por el mismo precio, te incluye en el pack una, o varias oportunidades de aprendizaje y crecimiento personal.
Mi relación con Clara me permitió hacer varios cursillos y algún que otro master, todos muy prácticos, todos muy instructivos:
1.Estulticia emocional. Viaje a los entresijos de sus emociones. Visita guiada a El Paraíso, alojamiento y desayuno. Estancia en El Infierno, pensión completa, extras.
2.Taller de escritura. Cartas de amor. Nivel avanzado.
3.Expresión artística. Collages.
4.Psicología para torpes. Descuide todos y cada uno de sus proyectos personales.
5.Relaciones personales. Masacre sin piedad a sus amistades con el relato pormenorizado de sus desventuras sentimentales, I y II.
6.Economía del despilfarro. Enriquezca a Telefónica y benefíciese de importantes gravámenes.
Según avanzaba en mi nivel de formación, mi vida adquiría tintes de melodrama, pero yo, inasequible al desaliento, me esforzaba todo lo que me permitían mis (escasas) luces en alcanzar los objetivos propuestos y repetía lección tras lección, en un afán desmedido por alcanzar las cotas más altas de realización. No sé si a todo el mundo le pasará lo mismo pero lo que es a mí, que debo ser la más torpe de las mortales, me resultaba imposible pasar de tema. Hubo veces que hasta tuve la impresión de encontrarme de nuevo en el colegio, copiando, por enésima ocasión, cien veces, la misma palabra, bajo la severa mirada de la Madre Eugenia, después de que descubriera que había vuelto a equivocarme en su ortografía.
—Desde luego, señorita Coreta, lo suyo es un caso—me reprendía, observando mi dictado con gesto de infinito hastío— ¡Ha vuelto a escribirla mal! Siéntese al fondo de la clase y ya sabe lo que tiene que hacer. Y, por supuesto, olvídese del recreo, hoy, y toda la semana.
Y allá iba yo, pasillo adelante, con la cabeza baja, para no tener que encontrarme con las miradas burlonas de mis compañeras, mi libreta azul de dos rayas y mi resignación dispuesta a cumplir la condena.
Estoy segura de que si la Madre Eugenia me hubiera visto en aquellos momentos, no podría reprimir el mismo gesto de disgusto con el que me obsequiaba cada día en clase de Lengua, al que añadiría otro de total satisfacción al constatar que, ya lo decía ella, que yo era bastante rarita y que de una cabecita como la mía no podía salir nada decente.
No pretendo comparar al Universo con la Madre Eugenia, ¡Dios me libre!, aunque en ocasiones como las que relato, volví a sentirme como cuando tenía once años y me esforzaba en escribir la grafía correcta de aquella (jodida) palabra, mientras escuchaba la algarabía de mis compañeras disfrutando de un recreo al que raras veces tenía derecho.
Para mayor escarnio, al mismo tiempo que me convertía en la amante de Clara, retornaron a mi vida algunos personajes del pasado, de los que estaba convencida me había librado, obligándome a desenterrar viejos e indeseables fantasmas.
El primero de estos reencuentros lo protagonizó Rebeca, una antigua conocida a la que había tenido que echar de mi vida meses atrás, por pesada y, como diría Violeta, por intensa. Rebeca es caso típico de la persona a la que das la mano, te coge la otra, el pie y, si te descuidas, te arrastra por la melena. Lo hace de una forma tan sibilina que, cuando quieres darte cuenta, se ha colado en tu vida y no sabes cómo deshacerte de ella.
La primera vez que me asaltó fue en la fiesta de mujeres que Carmen había organizado con motivo de un ocho de marzo, un par de años atrás.
—Hola, Ana ¿te acuerdas de mí? —me preguntó, con la mejor de sus sonrisas.
No, no me acordaba. Me refrescó la memoria inmediatamente.
—El año pasado, cuando cumplí los treinta, tuve una crisis horrorosa. Me encontraba tan mal, estaba tan deprimida, que no me quedó más remedio que acudir a una profesional que me ayudara a salir del hoyo. Como te conocía de un curso que diste en el colegio de mis hijos, llamé a tu consulta. Hice seis meses de terapia con Sara. Nos vimos varias veces allí.
— ¡Ah, sí! — mentí— ¿Qué tal te va?
—Ideal —respondió ufana—. Me vino fenomenal. Gracias a lo que aprendí con vosotras estoy haciendo lo que siempre he querido hacer.
—¿...?
—Escribir —afirmó, dando por sentado que yo tenía que conocer los pormenores de su caso.
Sin darme la menor oportunidad, me puso en antecedentes de toda su vida. Se había casado a los diecisiete a causa de un inoportuno embarazo. Tenían dos niños, César, como su padre, Antonio, como su abuelo paterno, de doce y trece años, respectivamente. Su marido pasaba mucho tiempo fuera de casa y ella, con los hijos casi criados y sin ningún problema económico, se sentía profundamente insatisfecha con su vida.
—Mientras los niños son pequeños —aclaró—, te llevan mucho tiempo, ya lo sabes, pero luego, cuando crecen y ya no te necesitan tanto, te sientes como vacía, como sin nada que hacer. Yo lo pasé fatal, por eso me decidí a acudir a tu consulta, porque se me caía la casa encima, sólo pensaba en llorar y no tenía ganas de hacer nada. Hubiera preferido que me atendieras tú, porque me impresionaste mucho en aquel curso, pero luego estuve muy contenta con Sara. Gracias a ella, que me obligaba a llevar un diario personal, me di cuenta de que lo mío era escribir. Fíjate que hasta voy a presentarme a un concurso.
Maldita, maldita vanidad. Aquel «me impresionaste mucho» fue suficiente para que le prestara más atención de la que hubiera debido. Eso, y el nada sutil coqueteo que me dedicó desde que comenzamos la charla.
—No sabes la ilusión que me hace estar aquí, charlando contigo —dijo, desplegando todos sus encantos—. Cuando te conocí, pensé lo mucho que me gustaría que fuéramos amigas, pero te veía tan interesante, te admiraba tanto, que no me atreví a acercarme a ti.
Insisto: maldita y jodida vanidad. Y maldita necesidad de sentirse importante.
—Creo que exageras —le dije, halagada por tanto piropo.
—No, Ana —respondió, negando con la cabeza, a la vez que me apretaba el antebrazo —, y tú lo sabes.
A partir de ese momento, dejó de hablar de sus cosas para centrarse en las mías. Me hizo hablar de mí misma — ¡qué más quise!—, de mi trabajo, mis proyectos, incluso mi vida personal, de la que preferí no darle datos comprometedores, interesándose vivamente por todo lo que le contaba.
Sólo gracias a Lucía, que me reclamó con un «Chica, Ana, que hace mil años que no te veo...» pude librarme de ella aquella noche.
Una semana más tarde:
—¿Ana?— reconocí su voz al otro lado del hilo, sin dar crédito—, soy Rebeca. ¿Cómo estás?
—Bien —respondí mecánicamente—. ¿Y tú?
—Oye, mira, perdona que te moleste —demasiado preámbulo—, es que... —Dime —pedí, sin sospechar lo que se me venía encima.
—Quería pedirte un favor.
—Tú dirás...
—¿Te acuerdas que el otro día, en la fiesta, te comenté que pensaba participar en un concurso literario?
¿Cómo no?, si me lo repetiste veinte veces, so pesada.
—Si, claro.
—Pues, es que —continuó, como si le costara verdadero esfuerzo decidirse a hablar—, me haría mucha ilusión que revisaras los cuentos que voy a presentar. Como me comentaste que te dedicas a traducir, he pensado que, a lo mejor, no te importaría corregir algunos errores que seguramente tendré.
Volvió a pillarme. A mí, y a mi punto flaco. Tantos años sufriendo en silencio la prepotencia de Bárbara y sus constantes devaneos, me habían convertido en presa fácil para personas como Rebeca, o Clara, que saben como tratarte para conseguir que su presencia no te pase desapercibida. Accedí.
—No sabes cómo te lo agradezco —me dijo—, no tenía ni idea a quién recurrir. Podrás imaginar que, entre mis amistades, no tengo a nadie que pueda orientarme en ese terreno. ¿Cuándo te viene bien?
Tal y como habíamos quedado, se presentó en mi casa al día siguiente, hecha un brazo de mar, con una voluminosa cartera de piel que contenía el total de su producción literaria.
—He traído algunas cosas más —comentó muy ufana—, por si te apetece echarles un vistazo. Aunque, no quisiera molestarte...
—La verdad es que no tengo mucho tiempo —me disculpé, horrorizada ante la posibilidad de tener que leerme toda su obra.
—No te preocupes, no tengo prisa —se apresuró a decir—, puedes quedártelo todo el tiempo que quieras. Lo que de verdad me interesa son los cuentos que voy a enviar al concurso.
Leí la primera entrega tomando el café, provista de un lápiz, que ella misma me proporcionó, para poder efectuar las correcciones necesarias. Se trataba de una colección de seis cuentos cortos, escritos a máquina, de temática común: las consecuencias de una infancia desgraciada.
Según me contó ese mismo día, su infancia había sido muy, pero que muy infeliz. Sus padres se habían divorciado, después de una larga y penosa convivencia, a causa del alcoholismo de su padre, que maltrataba, verbal y físicamente, a su madre y a sus dos hermanas, convirtiendo la vida familiar en un auténtico infierno.
—Por eso me quedé embarazada, para que me obligaran a casarme —me explicó—, para salir de aquella casa, de aquel horror. Mi padre no asistió a mi boda —añadió compungida—, porque, como yo era la pequeña, mi madre pidió el divorcio en cuanto fijé la fecha de la boda.
Para mi gusto, los cuentos no tenían pase, pero no le dije nada. Ella estaba muy ilusionada y yo no me sentía comprometida con ella hasta el punto de ser sincera. Corregí la ortografía, la sintaxis, añadí algún que otro conector que facilitara la cohesión textual, eliminé alguna redundancia, en fin, que me esmeré. Por último sugerí el empleo del ordenador para simplificar el trabajo.
—Tienes razón —dijo con gesto de circunstancias—, pero no me decido. Y mira que, mientras los niños están en el colegio, que comen allí, lo tengo para mí sola, pero... no sé, me da miedo... Ahora que, pensándolo bien, puedo hacer un cursillo.
—Te vendría estupendo —le aseguré—, no sólo por la ortografía sino por lo mucho que te facilita las correcciones.
Nos despedimos, tres horas después, ella infinitamente agradecida, yo con la cabeza como un bombo.
A partir de aquel día, Rebeca se convirtió en una presencia constante en mi vida. Un par de veces por semana, con cualquier pretexto, se presentaba en mi casa, siempre sin avisar, siempre con un «No quisiera molestarte», siempre hecha polvo por los innumerables problemas que le acarreaba aquel matrimonio que la abocaba a ocuparse sola de la educación de sus hijos —«Fíjate tú, en una edad tan delicada», pero, «Casi prefiero que no esté. Es de los que piensan que puede suplir sus ausencias con dinero, dándoles todos lo caprichos»— o, en su defecto, haciéndome partícipe de algunas confidencias que hubiera preferido no escuchar.
Empezó quejándose de la cantidad de tiempo que pasaba sola y terminó confesándome que la crisis de la que me había hablado, la había motivado la atracción que sentía por una chica con la que coincidía en el gimnasio. Al principio no le dio importancia, hasta que se percató que se había enamorado perdidamente de ella. Cuando, después de mucho pensarlo, se decidió a sincerarse con la susodicha, ésta abandonó las clases de Pilates y Body-Balance y no supo nada más de ella. Hundida, se refugió en la terapia y en la escritura.
—El caso es que, desde entonces —me dijo con su habitual gesto melodramático—, me he dado cuenta de que me atraen las mujeres, Ana. Y no sé qué hacer. Ahora mismo creo que me he enamorado de una, pero no me atrevo a decírselo.
Le faltó tiempo para declararme su amor. Espantada con la posibilidad, utilicé los argumentos de rigor —«A lo mejor estás confundiendo la admiración con el amor», «Quizás te sientes muy sola y, como últimamente nos vemos tanto...»—, en un intento deseperado por persuadirla de que había errado el tiro; que, de acuerdo, yo era lesbiana, pero que eso no implicaba que tuvieran que gustarme todas las mujeres con las que me relacionaba y ella, sintiéndolo mucho, no me atraía en absoluto, aunque podíamos ser amigas, si a ella le parecía bien, pero nada más.
Aceptó mis condiciones poniéndose más intensa que nunca. Ya no se conformaba con venir a casa y hablar de literatura, cine, los hijos o las dudas metafísicas sobre su orientación sexual, si no que empezó a insistirme para que saliera con ella y la llevara un bar de mujeres, incluso me invitó a Madrid, o Barcelona, para que pudiéramos movernos con más soltura. Así, lo que podía haber sido el principio de una bonita amistad, terminó por convertirse en una auténtica pesadilla. Llegó a agobiarme tanto que decidí librarme de ella lo antes posible.
Inicié la operación despiste con la inestimable colaboración de Loli, que aceptó cambiar su horario para cubrirme la tarde. Dejé de coger el teléfono y contestar al telefonillo en las horas críticas. Concerté una contraseña con mis amistades más cercanas, para evitar que me cogiera por sorpresa y, cuando no pude evitarlo, le di tantas disculpas, que otra en su lugar se hubiera dado por enterada. Ella no.
Pero, como no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista, una de aquellas tardes se me presentó la oportunidad de hacerle ver, de forma clara y contundente, cuanto interfería en mi vida y que poco respetaba mi intimidad. Coincidió que Violeta, que estaba trabajando en la decoración de una óptica, cerca de mi casa, me había avisado de que subiría a tomar el café en cuanto diera las instrucciones a los operarios. Esperé la llamada diaria de Rebeca —que llevaba colapsando el buzón de voz una semana—, cogí el teléfono y acepté tomar el café con ella, advirtiéndole, muy seriamente, que debería irse cuando llegara una amiga con la que había quedado a media tarde para hablar de un asunto muy importante, amén de privado.
Tal y como imaginé hizo caso omiso de mi petición. Se apuntó al café que preparé para Violeta. Me pidió un chupito de güisqui, con dos piedras de hielo, porque, con tanta cafeína, casi necesitaba algo que le templara los nervios. Trató a mi amiga con la misma familiaridad que si la conociera de toda la vida, haciéndole partícipe de sus proyectos, le interesaran, o no. Cuando estuve segura de que no tenía ninguna intención de respetar nuestro pacto, me vi en la obligación de recordárselo y pedirle que, por favor, nos dejara solas.
A pesar de que no fui lo contundente que me hubiera apetecido se sintió terriblemente ofendida por mi actitud y me lo demostró dejando de llamarme —¡Loado sea Dios!— y de presentarse en mi casa a la menor oportunidad —¡Loado sea su santo Nombre! Es decir, que desapareció de mi vida. No la eché de menos. Es más, me olvidé hasta de que existía.
Pero... Casi un año después, una tarde en la que, como de costumbre, me dirigía hacia el Frida, dando un paseo por el parque, después de una intensa jornada frente al ordenador, regresó sin avisar.
Envuelta en una inmensa parca verde oliva, con el pelo cayéndole por la cara, los ojos ocultos tras unas gafas de sol, a todas luces innecesarias a aquellas horas de la tarde, los hombros hundidos y la expresión más dramática que le había visto, avanzó hacia mí.
—Hola, Ana —dijo, con una voz directamente salida de ultratumba.
—¡Rebeca! —exclamé más por la impresión que por la alegría del inesperado encuentro— ¡Cuánto tiempo! ¿Qué es de tu vida?
—Precisamente estaba pensando en suicidarme
—Pero, ¿qué dices, mujer —pregunté sin saber hasta que punto me hablaba en serio.
Para avalar lo auténtico de su declaración extrajo, de uno de los bolsillos de la parca, varios folios doblados que me tendió.
—Es mi despedida ¿Quieres leerla?
—No, deja —respondí horrorizada—, casi prefiero que me lo cuentes.
—No quisiera molestarte...
¡A la mierda con tus «No quisiera molestarte», si no quieres molestarme, suicídate y déjame en paz! En vez de eso, insistí:
—Venga, mujer…
—Es que, no sé si debo…
¿Habrá alguien capaz de aprovechar semejante oportunidad y responder «De acuerdo, como quieras, hasta luego, que te suicides bien»? Yo sí, desde luego. Aunque eso era lo que debería haber hecho. Primero, porque aún no he conocido a nadie que habiendo decidido suicidarse, ande avisando por ahí y, segundo, porque, conociéndola como la conocía, no debería haber caído en la trampa. Pero, ¿y si se suicidaba?, ¿podía arriesgarme a vivir con semejante responsabilidad?, ¿qué resultaba más penoso, cargar con un suicidio o con ella? A la vista del cariz que tomaron los acontecimientos puedo decir, por duro que resulte, que me hubiera resultado más liviano correr el riesgo. Entonces, quizás por la punzada de culpabilidad que sentí al verla en tal estado, opté, una vez más, por escucharla, no sin antes haberme encomendado a mi ángel de la guarda y a todos mis espíritus protectores.
—A ver, Rebeca, cuéntame qué es eso de que estás pensando en suicidarte —pedí resignada a mi suerte.
—No tengo otra salida, Ana, no tengo otra salida —manifestó, acentuando su habitual tono melodramático—. Soy un desastre. Todo me sale mal. Sólo sirvo para hacer sufrir a las personas que tengo a mi alrededor.
Previendo que ni la caridad iba a librarme de ser depositaria de todas sus desgracias y como empezaba a refrescar, le sugerí que nos fuéramos a mi casa.
—Nos tomamos un café y me lo cuentas con calma.
—Me había jurado no volver a tu casa, después de lo que pasó...
Cualquiera, con dos dedos de frente, no hubiera dejado pasar la oportunidad y hubiera respondido: «Tú misma, bonita» — porque, vamos a ver, si una persona te asalta amenazando con que tiene la intención de suicidarse, le tiendes la mano, le ofreces cobijo, café y compañía, ¿a qué viene echarte en cara antiguas diferencias?, máxime cuando de lo que pasó la única responsable era ella—, no yo. Me la llevé a casa, le preparé una tila alpina, le enjareté dos valerianas y me dispuse a escuchar.
El motivo de su desesperación no era otro que haber asumido, ¡por fin!, su orientación sexual y habérselo comunicado a su marido a bocajarro, con la consiguiente sorpresa de éste que, a renglón seguido, la amenazó con divorciarse y quitarle a sus hijos, por infiel y por depravada.
Según me explicó, se había enamorado de una joven directora de cortos, a la que había conocido en el Batik-Ano poco después de que yo la echara de mi casa. Al cabo de varios meses de intenso, pero infructuoso cortejo, Vanessa, le había declarado su amor y el deseo de que se conocieran más íntimamente, justo en el momento en el que César había decidido coger una semana de vacaciones. Como la chica vivía con sus padres, la única posibilidad de consumar, como Dios manda, era utilizar la casa de Rebeca. La típica solución del hotel de las afueras ni se les pasó por la mente. La presencia de César abortó sus planes, por lo que ambas se dedicaron a beber como cosacas durante toda la noche. A las nueve de la mañana, cuando los niños estaban en el colegio, Rebeca regresó al hogar enrabietada por no haber podido follar con su amor y borracha como una pioja.
Ante los naturales reproches de su marido, producto de la lógica preocupación por unas ausencias nocturnas que se repetían con demasiada frecuencia, no pudo por menos que desahogar su enojo, haciéndole culpable de su frustración a la vez que le confesaba su pasión por Vanessa. Él, desesperado, la arrastró hasta el baño, la metió en la bañera, vestida y todo, abrió el grifo del agua fría y le quitó la borrachera por la vía rápida. Amenaza de divorcio. La custodia de los hijos, por supuesto para él. La pensión, ni soñarla.
Para colmo de males, Vanessa, enterada del drama familiar que había provocado, huyó de su lado. De nada sirvieron las súplicas de Rebeca ni sus promesas de separación ni el desprecio por la custodia de los hijos o la pensión compensatoria. La chica afirmó que no quería cargar con semejante tragedia sobre sus espaldas y que, por lo tanto, lo suyo se había acabado sin remisión.
Rebeca, desesperada y despechada, aceptó las condiciones de César que consistían en:
1º) No volver a hablar del tema de su pretendido lesbianismo.
2º)Acudir a un consultor matrimonial que les ayudara a superar el trauma. Y,
3º)Que ella se pusiera en manos de un psicólogo que la ayudara a reconducir su extraviada conducta, sexual.
Como era lógico no pudo cumplir ni una de las condiciones. La sola idea de tener que relacionarse sexualmente con su marido le producía repulsión. Su continua presencia en casa —él aprovechó la circunstancia para coger una baja por depresión y así tenerla controlada—, la enervaba, a pesar de que el pobre hombre retiró sus amenazas y, entendiendo que ella estaba enferma, se mostró comprensivo y solícito. Lo único que aceptó fue ponerse en manos de una especialista, Sara, por supuesto.
Acuciado por su propia desesperación, César, recurrió a su familia en busca de consejo y consuelo. Escándalo familiar. Los niños, a casa de su abuela paterna, mientras se solucionara la situación. Más incomprensión, más reproches, más depresiones de la madre, la suegra, hermanos, primos, cuñados, y demás familia.
—Lo tengo todo en contra, Ana —afirmó entre suspiros—. Nunca voy a poder ser feliz como quiero, por eso he decidido quitarme del medio.
Sentí lástima por ella. Me conmovieron sus lágrimas, la tremenda tristeza que leí en sus ojos, su indefensión. Me solidaricé tanto con ella, que volví a admitirla en mi vida. Craso error.
Nunca me arrepentiré bastante de esta vis pseudo-samaritana que me aboca a convertirme en adalid de causas imposibles, en consejera sentimental, o matrimonial, o sexual, o lo que sea, con tal de sentirme importante y reconocida. Nunca me arrepentiré bastante de haberme implicado en un asunto que no me concernía. Nunca me arrepentiré bastante de haberme sentido culpable por haberla echado de mi vida. Nunca me arrepentiré bastante de haberle permitido que volviera a colarse en mi vida, esta vez acompañada.
Sí, sí, acompañada. No contenta con aprovecharse de mi debilidad para martirizarme con sus propios avatares, me convenció para que, como profesional que era, ayudara a su marido a superar el trance y, de paso, lo persuadiera para que le concediera un divorcio digno.
Aclaremos lo del divorcio digno. Durante el tiempo en el que no tuvimos contacto, Rebeca descubrió que estaba perdiéndose lo mejor de la vida, a saber: noches eternas, alcohol, alguna que otra droga blanda y menos blanda, coqueteos a go-go, sexo seguro —es decir, sin posibilidades de embarazo—, vocación con glamur y, sobre todo, ¡libertad, libertad, sin ira libertad!, a la vez que se percataba de lo dura que había sido su vida como ama de casa abnegada, madre amantísima y esposa fiel. Una vez aceptada su sexualidad —que según ella se había obligado a soterrar por su situación familiar—, decidió que aquello de levantarse a las siete y media de la mañana, atender a los hijos y llevar la casa, no le permitía realizarse como mujer y, mucho menos, como escritora, por no entrar en el tema de cumplir con sus obligaciones como esposa. También decidió que los larguísimos años de matrimonio le daban derecho a una indemnización en forma de piso de ciento cincuenta metros cuadrados y un subsidio que le permitiera desarrollar su vocación de escritora, a la que había tenido que renunciar por su condición de esposa y madre precoz. Aclarado todo ello, le cedió a César la custodia de sus hijos, que vivirían con su abuela paterna mucho mejor que con ella porque «Las escritoras llevamos una vida muy anárquica, Ana. Yo, por ejemplo, escribo mucho mejor de noche, pero si tengo que levantarme a las siete de la mañana para ocuparme de los niños, no puedo pasarme la noche escribiendo».
Me llevó casi dos meses descubrir cuáles eran sus verdaderas intenciones. En el ínterin, ejercí de consejera matrimonial y mantuve varias conversaciones con su marido, que requirió mis servicios gratuitos en media docena de ocasiones, una de ellas, acompañado de un íntimo amigo suyo, un domingo por la tarde que me pilló en casa a causa de que Clara había tenido una bronca monumental con Angus y no había podido escaparse.
Una vez que consiguió el divorcio digno y una novia, estudiante de psicología, dejó de llamarme con la misma asiduidad. Pasado un tiempo prudencial, incluso dejó de llamarme.
Lo único que me salvó de enloquecer, durante los meses en los que actué como consejera sentimental de Rebeca y su angustiado esposo, fue la vorágine a la que me arrastró mi relación con Clara. Tras el obligado periodo de reposo y recogimiento cuasi místico al que me habían abocado mi divorcio de Bárbara, y los episodios que tuvieron lugar a continuación, su presencia en mi vida fue, más que un soplo de aire fresco, un auténtico vendaval, y la excusa que me permitió resarcirme de tanto encierro, tanta tranquilidad y tanto celibato que, las cosas como son, llegó un momento en que ya me pareció excesivo.
Por si fuera poco, me proporcionó alguna que otra satisfacción de ésas que no tienen precio.
Uno de los pequeños inconvenientes de vivir en una ciudad de provincias es que, en los círculos demasiados cerrados como el nuestro, medio mundo está al cabo de la calle de la vida y milagros del otro medio, y viceversa. Los datos recogidos en las tertulias sirven como baremo para adjudicar a cada cual su puesto en el escalafón ambiental, que incluyen categorías que van de pringada a divina, pasando por varios estadios intermedios sin relevancia. Estas listas de popularidad, escritas en el aire, idénticas a las publicadas por cualquier revista americana, tienen tanto peso que, según sea tu lugar en el escalafón así te tratan, incluso aquellas personas que consideras cercanas. Años de experiencia y observación sistemática me han permitido concluir que los aspectos a tener en cuenta, si te interesa elevarte a la cima, son los siguientes:
a)Dejarte ver todos los fines de semana en los bares de moda, cinco puntos.
b)Saludar a diestro y siniestro de la que entras en el bar, cinco puntos.
c)Ir mona de la muerte y cambiar de modelo en cada aparición pública, cinco puntos.
d)Pasar un güiquén en el campo o la playa, rodeada de amistades exquisitas, cinco puntos.
e)Codearte con celebridades locales, diez puntos.
f)Cerrar el bar con la dueña, o, en su defecto, que la propia dueña te invite a las copas, diez puntos.
g)Un par de semanas al año en cualquier capital europea, o NY, diez puntos.
h)Tener pareja, cincuenta puntos.
i) Que tu pareja sea más que deseable, cien puntos.
Si logras mantenerte en un promedio de ciento sesenta o setenta puntos, entre uno y otro, no tienes más problemas que el de despertar una mezcla de insana envidia y secreta admiración, amén de los consabidos comentarios, de la más diversa índole, especulaciones varias y tal, y pascual. Pero como bajes de los ciento cincuenta, chungo. Pueden llegar a tacharte de las agendas. Es más, te arriesgas a que cualquier mindundi se crea en el derecho de aconsejarte y, si te pilla desprevenida, darte alguna lección gratuita sobre psicoanálisis argentino, por ejemplo.